Toda la obra fotográfica
de Man Ray puede definirse como fascinante y desconcertante a la vez.
Una imparable mezcla de
invención, juego y goce.
No es difícil imaginar
a Man Ray divirtiéndose realmente cuando fotografiaba, ya fuese con ese afán de alquimista en el que consistían sus rayogramas
(fotografía sin cámara) o en esos desnudos fetichistas solarizados.
La fotografía se convierte
en un mero pincel al servicio de su búsqueda de la belleza en lo cotidiano.
'Hay tantas maravillas
en un vaso de vino como en el fondo del
mar', que le dedicaría Paul Eluard.
Trata, como
si fuese un pionero, de descubrir nuevos caminos en el mundo del arte, y tanto, que ha sido
él, pintor, el máximo responsable de que la fotografía sea considerada como
una de las bellas artes.
Intuitivo y emocional
su obra se reparte entre bodegones y naturalezas muertas por un lado y retratos -de los personajes más significativos de la
época que le tocó vivir- y desnudos protagonizados por mujeres fatales por otro. Retratos que aparte de su valor documental, son concebidos como una reflexión cercana
a lo psicológico del personaje, acentuando su tratamiento
formal para acercarse a él.
Sus objetos, en los que
podemos incluir los rayogramas, con composiciones muy estudiadas, transcienden de lo cotidiano para tomar vida propia y formar
parte de un mundo onírico, en el más puro estilo surrealista, en el que las cosas no son lo que son. No se trata de fotografiar
la realidad sino de recrearla.
Desnudos, casi teatrales,
que nos presentan, en perfecto equilibrio, a mujeres llenas de atractivo sexual, pero que entran a formar parte de un juego
compositivo.
Fotógrafo enigmático desde
su nacimiento, no se sabe muy bien su apellido, hasta su muerte, ya que por su expreso deseo no se puede publicar su epitafio.
Para conocerlo deberemos
viajar a París y en el cementerio de Montparnasse, aclarar el misterio.
En definitiva un fotógrafo
peculiar. Trabajador incansable e inquieto, que ha dejado su influencia hasta nuestros días. De ello tenemos un ejemplo cercano en el fotógrafo madrileño Chema Madoz.
Comentario: Fernando del
Río Ojuel